Irvine Welsh (Leith, Edimburgo, 1958) es un escritor escocés de varias vidas. Hijo de la clase obrera, identidad que defiende en todo momento, tiene una historia peculiar: abandonó los estudios a los 16 años, se metió en la heroína, emergió de la heroína, se desplazó a Londres en 1978 y formó parte de dos bandas punk.
Lo arrestaron por diversos delitos menores, se reformó (en cierto modo) y empezó a trabajar como especulador inmobiliario. Regresó a Edimburgo, se hizo funcionario y luego se apuntó a un máster universitario.
Mientras estudiaba, Welsh escribió Trainspotting, que fue llevada al cine por Danny Boyle en 1996. Ese gran hito cinemátográfico de los 90 cumple 25 años.
Welsh es autor de siete novelas y de cuatro colecciones de cuentos, casi todas vuelven sobre los mismos personajes, gente que habita todos los límites: drogas, hooligans, drogas, peleas, policias corruptos, drogas, pornógrafos accidentales, clubes, drogas, criminales, camellos, funcionarios alcohólicos y, más recientemente, sobre la vida sexual de hermanas siamesas.
Para empeorar el escenario, las historias originales están en cockney, un dialecto escocés casi incomprensible incluso para los anglófonos que transcribe fonéticamente (para terror de sus traductores, cuyas consecuencias se pueden comprobar en español). Hay que ser justos: también habla como escribe.
El accidente Trainspotting
Siempre decís que Trainspotting nació por accidente, ¿cómo ocurrió?
Por ese entonces yo escribía música, unas canciones que respondían a la forma de baladas. Cuando a una balada le quitás la música, solo te queda la historia. Esas historias fueron creciendo y dando forma a una novela. Tomo cosas de diferentes fuentes. Algunas son de mi pasado, ocurrieron en realidad. Otras cosas le pasaron a gente que conozco, las vi o me las cuentan.
Uno mira las dos cosas y se pregunta siempre: “¿Qué ocurriría si…?”. Y luego está el otro elemento, un estado trascendental en el que el subconsciente está trabajando y no se sabe qué saldrá de ahí. A ese punto hay que llegar. Ahí es cuando ocurren cosas interesantes. En ese estado es que se hace literatura.
¿Y todas esas historias eran sobre tus amigos en Leith?
Sí, en buena medida. La mayoría de los amigos con los que crecí hoy son matones, ex-hooligans, y casi todos trabajan en la construcción. Una banda de monstruos horribles, enormes. Y sigo manteniendo el mismo vínculo con casi todos ellos. Me ven como uno más, aunque la verdad es que yo siempre fui “el rarito”. Ahora les encanta, claro, porque puedo invitarlos con algo. Podríamos decir que han vivido tanto tiempo con mi lado excéntrico que terminaron por aceptarlo y celebrarlo.
Por otra parte, mis amigos del mundo del arte y la literatura también me ven como un “rarito” o algo peor, un pirado violento y peligroso, un tipo con un pasado complicado aunque valiente, de modo que también me aceptan. Es curioso como paso de ser un intelectual fláccido a un tipo duro que no tiene miedo de decir lo que piensa, sin dejar de ser yo mismo.
¿Renton es el personaje de Trainspotting con el que más te identificás?
No lo sé. Cuando escribí Trainspotting, hace ya dos décadas, solía pensar que sí. Sin embargo hoy no estoy tan seguro, porque miro atrás y me doy cuenta de que mucha otra gente puede parecerse también a él. En realidad es un personaje formado por la superposición de varios. Algunos de mis amigos me dijeron que quizá soy más parecido a Sick Boy. De alguna manera pienso que todos los personajes sobre los que escribís tienen algo de vos, aunque no necesariamente siempre ni en todos los momentos de tu vida.
¿Cómo fue trabajar de nuevo con los mismos personajes en tu novela Porno, que se transformó en el cine, con una adaptación muy libre, en Trainspotting 2?
Fue muy interesante, la verdad. Está claro que se puede usar a los personajes una y otra vez, siempre y cuando las razones para hacerlo sean auténticas. Si no se corre un gran riesgo. Algunos cambian radicalmente. Se vuelven alcohólicos o adictos a las drogas, o descubren la religión. Hay otros que no cambian tanto, que se modifican un poco. Uno tiene que ser consecuente con esos cambios.
“La gente se engancha en la heroína para gestionar el dolor de terminar en un trabajo de mierda, endeudado con los bancos. Eso te aliena del todo”.
La amistad juega un rol central en tu obra. De hecho, casi todos tus libros tratan sobre ella. Además, tus cuentos y novelas se nutren de historias de gente que conocés, ¿cambió en algo el vínculo al llevar sus vidas a la literatura?
Sí, claro. Siempre me han considerado alguien complicado respecto a la amistad y el amor. La mayoría de las parejas que he tenido ha encontrado enormes dificultades en aceptar una dicotomía: que puedo ser alguien agradable y tener amigos y decirles que son los mejores y que los quiero, pero llega un día en el que necesito desaparecer durante largos periodos de tiempo. Y me desvanezco, sin despedirme de nadie. Creo que lo que llevaba haciendo toda la vida en ese tipo de situaciones era prepararme para ser escritor. Antes no me daba cuenta, no era intencionado.
¿Por qué nunca escribís sobre gente feliz?
Creo que se debe a que me gusta ver lo que le pasa a la gente cuando atraviesa malos momentos. No necesariamente es gente miserable, pero sí atraviesan un momento infeliz de su vida (problemas de consumo, rupturas de pareja, crisis nerviosas…). Básicamente me fijo en ellos porque quienes sufren suelen tomar malas decisiones y las malas decisiones casi siempre devienen en drama. Y una novela debe ser dramática si lo que querés es que el lector pase de página. Si todo el mundo es feliz, si lo único que hace la gente es sonreír, nunca pasará nada. El resultado sería calamitoso.
Tu obra suele tomar como eje a adictos, desesperados, a gente que vive en los márgenes, pero para los que, de un modo u otro, se plantea alguna forma de redención, en la propia Trainspotting ocurre esto, ¿te considerás un moralista?
No, no creo ser un moralista, pero tengo que reconocer que escribir una novela representa un acto moral. Durante la creación se componen escenarios imaginarios y a menos que seas un psicópata, sería muy difícil hacerlo al margen de una cierta moral. Y, de todas formas, si lo fueras, no tendrías la suficiente concentración para escribir una novela.
La razón de la ignorancia
¿Tuviste algún tipo de preparación particular para ser escritor?
Creo que toda la vida estuve preparándome para esto, solo que no me daba cuenta, no era intencionado. Nunca me senté con lápiz y papel para relatar mis experiencias. Jamás. Lo único que hacía era pensar, horas y horas. Escribía mentalmente, tratando de memorizar todas esas historias y los personajes que iba conociendo. Pero esa actitud tiene un precio.
Durante la adolescencia jugaba al fútbol varios días a la semana. Era genial, pasaba tiempo con mis amigos, me divertía, pero de repente dejó de interesarme y empecé a darme cuenta de que quería pasar más tiempo conmigo mismo. Solo. Pensando. Dejé de ir a jugar para estar sentado solo en mi habitación, durante semanas. Mis padres lo advirtieron, se asustaron y me ordenaron salir. Pensé que tenían razón, así que volví a entrenar, pero había perdido mi lugar. “Como desapareciste de golpe, te reemplazamos, estás fuera del equipo”. Me pareció terrible, no podía comprenderlo.
¿Por qué no podía volver todo a como era antes, como si no hubiese pasado nada? A veces, cuando solamente pensamos en nosotros mismos, no nos damos cuenta del efecto que puede tener esta actitud sobre la gente que nos rodea. Me recuerda a mi época con las drogas, cuando estaba enganchado a la heroína. Ahí sí que la jodí de verdad.
¿En qué sentido lo decís?
En todos los sentidos que puedas imaginar. Llega un punto en que decís: “Basta, no puedo seguir haciendo esto. Es una basura”. Las resacas son muy duras. Sencillamente, deja de valer la pena. Ya no cumple su antigua función. Empiezan a aparecer otros efectos. Con los años te das cuenta de que tus recursos físicos y mentales no son infinitos. Empezás a pensar en la necesidad de cuidarte, de divertirte pero regulando de otra forma la cuestión. A veces uno sale y quiere divertirse, pero ya no como hace 20 o 30 años atrás.
Es como el mediocampista ese que entra y sale del área durante todo el partido: llega un momento en que no puede, no da más y entonces se contenta con pararse en un sector y pasar la pelota para que corran otros. De todos modos, he conseguido mantener esa alegría de vivir que tenía antes y usarla en mi escritura. Ahora disfruto más de lo que hago, confío más en ello.
Desde que me fui a los Estados Unidos y empecé a trabajar en películas rodeado de gente, recuperé la sensación de equipo que tenía cuando jugaba al fútbol, aunque sigo necesitando mis momentos de soledad. Entonces me digo: “A la mierda, me voy a escribir una novela”. Cuando te hacés grande hay que tener en cuenta que el efecto de las drogas y la bebida es diferente, que “suben” de otra manera.
Hubo un momento en que la heroína fue una sustancia muy romantizada por gente del rock, como Bowie o Lou Reed…
Puede ser, pero ellos eran más grandes que nosotros. Y los tipos eran de Londres, qué podés esperar… [se ríe]. En cambio, yo era punk, algo que daba mucha energía. En el punk hacés pogos, saltás, escupís, tirás cosas… Y todo eso es muy divertido, sin duda. Aunque más allá del punk, siempre amé la música disco, la que me permite bailar. Pero volviendo a la pregunta, debo decir que tuve mucha suerte, quizá de una manera extraña, pero suerte al fin. Era una época pre sida y las drogas no eran la porquería que circula ahora.
¿Te referís al tipo de sustancias o que se trataba de drogas más puras?
A drogas no cortadas, así que no eran tan tóxicas como las que circulan hoy. Era una subcultura realmente pequeña y todo el mundo sabía más o menos lo que estaba consumiendo. Sin embargo, debo reconocer que entré en el asunto por pura ignorancia. No solo a título individual, sino por una ignorancia generalizada que afectaba a toda la sociedad.
Recuerdo perfectamente a mis padres y a mis profesores cuando me decían: “No fumes marihuana, eso te matará”. Son las palabras justas para que cualquier chico vaya, se fume un par de porros y se sienta de maravillas. “Ok, me mintieron con esto, a ver qué sigue ahora”.
Entonces vienen y te dicen: “No tomes ácido o vas a terminar tirándote de un edificio”. Sin embargo, cuando vas y lo tomás decís: “Mierda, soy muy feliz con todos estos colores… ¿Por qué carajo me tendría que tirar de un edificio?”
Después de eso sigue: “No tomes speed, te va a dar un ataque al corazón”. Y resulta que vas, lo tomás y te pasás una noche entera bailando como un loco. Hasta que llega: “Ni se te ocurra tomar heroína, te vas a enganchar y terminará por matarte”. Y de repente resulta que tenían razón.
Se habían equivocado tantas veces antes que esperabas que esta fuese una más. Al final termina siendo como el cuento del pastor y el lobo. Bueno, la heroína es el lobo. Y tengo malas noticias: no deja una sola oveja sana.
“Con el éxtasis y el ácido de pronto se rompieron las barreras y estábamos todos mezclados. Antes, vivíamos en un apartheid sexual”.
¿Cuándo te diste cuenta de esto?
Al principio lo disfruté en serio. Recién tomé conciencia al segundo año. Entonces me di cuenta de lo alejado que estaba de la realidad. De mi entorno, mi salud, mis finanzas… Todo se iba a la mierda. También descubrí que detrás de los adictos a largo plazo siempre había algo más, otra cosa, que los hacía seguir metidos en las drogas. Sufrían de ansiedad o depresión, y algunos venían con historias de abusos infantiles… Siempre otra cosa.
La gente como yo se metía por estupidez y, por lo tanto, no había ninguna razón oculta para estar colgado el resto de tu vida. Y aunque es difícil escapar de la heroína, porque físicamente es muy adictiva, es perfectamente posible. El síndrome de abstinencia es espantoso, por supuesto, pero se puede superar. Lo único peor es seguir.
El principal motivo por el que la gente sigue enganchada a la heroína es la gestión del dolor, sobre todo el dolor psicológico. La ausencia de perspectivas laborales o educativas, terminar en un trabajo de mierda, endeudado con los bancos por el resto de tu vida, termina por alienarte del todo. Nada tiene sentido. La heroína, sin embargo, te proporciona una narrativa y una obligación: tenés que levantarte al día siguiente para ir a buscar más drogas.
Sin embargo en tu trabajo aparecen otras drogas, por ejemplo en “Acid house”. ¿Creés que la irrupción del ácido cambió parte de la cultura?
Sí, por supuesto, al menos a mí el ácido y el éxtasis me cambiaron y para bien. Muchos de mis amigos entraron también en ese mundo. Salíamos con nuestras chicas y nos sentábamos en mesas diferentes: los hombres por un lado y las mujeres por otro. En realidad, yo no conocía muy bien a ninguna de ellas, aunque hacía años que nos veíamos.
De pronto empezamos a tomar éxtasis como locos y entonces me sentaba con ellas y mantenía las mejores conversaciones que nunca había tenido. Si venía alguno de los muchachos, yo lo echaba. Eran tipos duros, que trabajaban en la construcción, bebedores, hooligans. Yo les decía: “¡Rajá de acá! Hace 10 años que no hablo de otra cosa con vos más que del puto fútbol y me vengo a enterar de que tenés una mujer fascinante, hermosa”.
Esa droga me ayudó a romper todas las barreras, de repente estábamos todos mezclados. Antes del ácido, vivíamos en un apartheid sexual. Después, me encantaba ir con chicas a raves y fiestas en casas. Recuerdo que cuando ya vivía en Londres iba con chicas a todas partes, nunca llamaba a mis amigos. Quería mantener buenas conversaciones y solo ellas sabían hacerlo.
Este artículo fue publicado en Revista THC 97.