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@CBS/Sony

Guía para escuchar “Bitches brew” de Miles Davis

Si la psicodelia fue una ventana abierta hacia ampliaciones de la conciencia, el disco “Bitches Brew”, de Miles Davis, puede encabezar una lista de las más intensas exploraciones sonoras de aquella era estética.

Editado en 1970, cuando el rock psicodélico venía legando su trono de vanguardia a la “música progresiva”, la gema experimental más impetuosa de esa época bisagra no provino de las más ilustres, y jóvenes, huestes rockeras anglosajonas, sino de uno de los músicos que más revoluciones internas había traído dentro del jazz.

A dos meses de cumplir 44, Davis lanzaba esta obra de militante poder afro, luego de encabezar varias revoluciones, como las del jazz modal, el cool jazz o el hard-bop.

Miles Davis, la telepatía hechicera

Una de las revoluciones que introdujo con este disco, que para muchos críticos es la cuna del jazz rock, fue la consolidación de una cada vez más radical electrificación de su sonido. Aunque ya venía trabajando con pianos eléctricos, aquí incluyó la presencia conjunta de tres de estos instrumentos, tocados por Chick Corea, Joe Zawinul y Larry Young.

También había electricidad en el bajo de  Harvey Brooks y la guitarra de John McLaughlin. Del universo acústico quedaba no sólo el saxofonista Wayne Shorter, sino el contrabajo de Dave Holland, el clarinete bajo de Bennie Maupin, las percusiones de Jim Riley (alias Juma Santos) y de Don Alias, que también toca batería, como Jack DeJohnette y Lenny White. 

Juntos grabaron durante tres días, en una aventura de improvisación extrema, por fuera ya de cualquier parámetro estilístico habitual del jazz. El productor Teo Macero, grababa cada segundo de sonido que se generara en el estudio, desde que Miles entraba y establecía una especie de comunicación telepática.

“Él siempre entraba  y cambiaba el rumbo en un momento dado, lo llevaba a otro lugar, con apenas unas pocas notas”, aseguró el músico David Holland, citado por Ian Car en su libro “Miles Davis: La biografía definitiva”. 

Para el bajista, Miles provocaba un “estado de alerta” que era lo que volvía emocionante la música. “En cada tema había una frase característica que tocaba Miles y todos sabíamos de inmediato que entraríamos en esa zona”, detalla Holland. Y dice que lo vivía como magia. “Cuando las viejas estructuras, las armonías y las extensiones de las vueltas, se abandonaron, se hizo necesaria una percepción casi extrasensorial para mantener coherencia en la música y darle rumbo”, reflexiona Ian Car.

Y aunque valora la edición posterior que hizo el productor Teo Macero del material, que incluyó la construcción misma de algunos temas a partir de muchos fragmentos distintos, asegura que la música, en gran medida, “surgió de esa situación de interpretación telepática”.

Selva eléctrica

La cara A del disco 1 contiene la música de Zawinul “Pharaoh’s Dance”, reinventada por Miles y Macero en una estructuración hecha a base de casi una veintena de partes, además del uso de recursos de estudio como loops, delays y reverberaciones.

En una atmósfera selvática, donde todo parece avanzar sin pausa, los pianos dibujan un cálido ambiente acuático, reforzado en su naturaleza inquietante por la densidad sonora del clarinete bajo. La libertad discursiva que estimula Miles, no es una abstracción sin sentido, sino la invitación de un mago provocador a aceptar la desestruturación causada por sus picos de energía y a disfrutar del lazo energético que va generando entre los aventureros andantes.

Si por momentos parece no haber rumbo claro, seguramente sea este un acto de rebeldía frente a los discursos sonoros gastados, rebozantes de claridad. 

La cara B del disco 1 presenta a “Bitches brew”, juego de palabras que habla de un brebaje, hecho por brujas. O también por prostitutas, aunque este término puede estar refiriéndose a los propios músicos, ya que Miles solía usarlo a veces en esa referencia.

En esta poción sonora, hay tensión y preguntas. La trompeta con generoso reverb aporta dramatismo al clima ya instalado de incertidumbre, que muta hacia un groove sensual. El goce colectivo no aleja el estado de vigilia. El grupo llega a soportar abismos de quietud, pero una confianza en un propósito común hace reiniciar la marcha, remarcada por las semillas que aporta la percusión hechicera.

El disco 2, se abre con “Spanish key”, un momento de juego grupal muy sabroso,  con fortaleza funk rock entre los condimentos, incluyendo un rol marcante de la guitarra eléctrica de  McLaughlin, rítmica y machacante. La clave española se vuelve evidente por momentos, pero en cada entrada de Miles, su presencia desbordante desadormece cualquier percepción cómoda de género.

La portada de Bitches Brew, del pintor psicodélico alemán Mati Klarwein

El tema que completa la cara es “John McLaughlin”,  la única pieza donde Davis no toca. El paisaje parece tributario del blues rock psicodélico de las “road movies”. Pero el grupo no suena ni a jazz ni a rock, sino a otra cosa, innombrable, muy placentera. 

La cara B del disco 2 abre con “Miles runs the voodoo down”. Davis se hace cargo de su conexión vudú, sabe que puede capturar las almas con su sonido. Y se desplaza aguerrido, por zonas oblicuas entre el rock, el soul y el blues, aunque estas referencias no definan lo que acontece.

Un fuego cálido enlaza cada discurso instrumental. Hay sensualidad calma y estridencias. La guitarra rockea y el clarinete bajo ofrece un ancla de corporalidad a la mente viajera. Una de las entradas de Miles, a los 10 minutos, ofrece alaridos de novedad en zonas que habían generado comodidad. Esta música se editó como single, seguramente por su sabor tan picante como reconfortante. 

El tema que cierra la cara 2,  y el disco todo, es de Wayne Shorter, el único miembro que había quedado de uno de sus más prestigiosos quintetos. “Sanctuary” se inicia con una melodía evocativa que Miles ejecuta con reminisencia cool, aunque los efectos de eco la vuelven dulcemente psicodélica.

Como un remanso final, la aventura lleva su cohesión vibrante hacia un jazz rock latino, con Don Alias tocando congas, en homenaje consciente o inconsciente al influyente grupo de Carlos Santana, con quien Davis compartiría escenarios en festivales. El tramo final del disco da al cuerpo y a la mente una sensación que aporta, en cuotas sabias, tanta exaltación como sosiego.  

Influencias humanas

Si hay una figura presentísima en esta fase de Miles Davis es Jimi Hendrix, con quien planificaba hacer un disco y a quien llegó a admirar como una especie de último gran héroe negro de la música popular universal. La fuerza vital, plenamente visceral, a la vez que ricamente compleja, que habitaba en el guitarrista psicodélico, lo volvía un artista que representaba para Davis un triunfo cultural de la raza negra.

La muerte del músico, el 18 de septiembre de 1970, fue muy dura para Miles, porque con él se desvanecía una especie de justicia divina presente en el hecho de que un músico negro de esa calidad hubiese cobrado tanta relevancia, en un mundo como el del rock, donde las estrellas solían ser blancas. Y su conquista de mercados universales se daba sin que se reconociese que el origen mismo del rock estaba en invenciones sonoras negras como el rhythm and blues.

Fue justo, entonces, que “Bitches Brew”, una obra de un artista negro liderando una banda multiracial, lograse un éxito comercial notable. 

 

La influencia de una mujer negra, también, es justo recordar a la hora de pensar en la reinvención psicodélica black power de Miles. Se trató de Betty Magry, quien llegó a grabar su voz de fiera funk en varios discos con el apellido Davis, luego de casarse con Miles. Ella no sólo lo llevó a contactarse con Hendrix, de cuyo mundo era parte, sino que estimuló al trompetista a hacer todo un viraje de su vestimenta hacia ese presente estético multicolor. 

Por otra parte, hay que reconocer que la obra contó con el gran apoyo publicitario por parte de la compañía grabadora Columbia, que incluyó la incorporación del Miles eléctrico a la grilla de festivales masivos de rock. Pero el suceso, ciertamente, también tuvo que ver con la tapa del disco.

Y es que la increíble pintura del alemán Mati Klarkwein actuaba de manera complementaria a algunos sentidos esenciales de la obra del trompetista, al constituir en sí misma un arrobador manifiesto sobre los poderes, mágicos y terrenales, de la negritud.

Se cuenta que muchos compradores de “Bitches Brew”, en distintos estados mentales, algunos bien propios de los tiempos psicodélicos, escuchaban todo el disco con los ojos atrapados por la pintura de Klarkwein, tan polisémica, misteriosa y estimulante como la música de los trece artistas involucrados en la creación sonora. 

Aún en sus sentidos abiertos, imagen y música en “Bitches Brew”, construyen una celebración de la cultura negra, su contacto natural con las potencias de la vida y los mares tumultuosos del inconsciente. Que logremos vivir en estado de alerta y juego todo lo que habita este disco, incluyendo sus zonas de inquietud existencial, seguramente siga provocando alguna sonrisa en el eterno Miles. Y hasta enriquezca nuestra manera de habitar este mundo.