«Creo que lo mejor no es hablar del flotario, sino hacer directamente la experiencia”, me dice el doctor Jorge Janson, mientras sonríe de manera enigmática y me invita a pasar a su casa del barrio de Boedo. Luego de atravesar un patio interno repleto de plantas, ingresamos a una de las habitaciones.
“Acá lo tenés”, dice, apoyando su mano sobre una cabina cuadrangular de no más de 1 metro y medio de alto por 2 de largo. La puerta abierta deja entrever un espacio suficiente para albergar a una persona acostada. El agua que contiene en su interior, lo sabré después, está combinada con 500 kilos de sales epsom, lo que hace posible que el cuerpo flote.
Me asomo y observo durante algunos segundos esa cavidad en penumbras. Recuerdo las palabras de quien fuera su creador: “El tanque de aislamiento es un agujero en el Universo”. Janson abre un pequeño placard, señala el lugar donde puedo guardar mi mochila y solícito, agrega: “Te sugiero que antes te des una ducha. Acá tenés las toallas”.
Luego de la ducha y envuelto en una bata, me dispongo a ingresar en el tanque. Cuelgo la bata en el placard y, desnudo, entro en el flotario. Mis pies tocan el suelo de inmediato. Los apenas 30 centímetros de profundidad infunden confianza. Aun así, dudo de cerrar la puerta por completo y, en principio, decido dejarla entornada. Siento el agua en la piel, pero sin sobresaltos.
La temperatura está al nivel del cuerpo, no hay ni frío ni calor. En cuclillas, hago un paneo rápido del lugar en el que voy a permanecer encerrado. Luego, estiro mi mano y, ahora sí, cierro la puerta que sella de manera hermética cualquier filtración de sonido y de luz. Me recuesto sobre esta capa de agua y cierro los ojos.
El agua cubre mis oídos y mi frente; solo los ojos, la nariz y la boca quedan en la superficie. El cuello queda rígido y no me permite relajar la cabeza.
Comienzo a respirar despacio, buscando alivianar esa molestia. Lo primero que percibo de manera instantánea es un silencio que abruma. Mi respiración se amplifica de manera extraña, como si fuera otro el que respirara. Algunos segundos después abro los ojos y la imagen es desoladora.
No es oscuridad lo que me envuelve, sino una negrura absoluta. No hay sombras, ni tonos oscuros. Mis ojos, abiertos como platos, se han quedado ciegos dentro de este vacío negro.
El vacío psíquico
El padre de la criatura fue el neurocientífico estadounidense John Lilly. En los 50, se encontraba trabajando en el Instituto Nacional de Salud Mental, en Bethesada.
Su colaboración en los descubrimientos de los centros cerebrales del placer y del dolor no solo le despertaron un interés por desentrañar las estructuras físicas del cerebro, sino que también lo llevaron a investigar la naturaleza de la conciencia humana.
La pregunta que lo asoló fue: ¿qué sucedería con el cerebro si dejase de recibir cualquier estímulo externo? Lo esperable sería que entrara en una fase de muerte latente.
Pero Lilly albergaba la sospecha de que algún mecanismo inherente lo mantendría en marcha, como un marcapasos indicándole la señal de que permaneciese despierto. ¿De qué se alimentaría este marcapasos imaginario? ¿Y cómo respondería la conciencia a una situación así?
El tanque de privación sensorial fue la creación que le permitió sondear esas preguntas y dar con respuestas que desafiaron cualquier razonamiento científico.
“En el Instituto Nacional de Salud Mental diseñé el tanque de aislamiento. Hice tantos descubrimientos que no me atreví a contarle nada al grupo psiquiátrico porque hubieran dicho que yo era psicótico. Descubrí que el tanque de aislamiento era un agujero en el universo. Poco a poco comencé a ver otra realidad. Me asustó. No sabía de realidades alternativas en ese momento, pero las estaba experimentando a derecha e izquierda sin ningún LSD”.
Para Lilly, aún no era momento de fusionar este invento con ningún psicodélico. Tendría que transcurrir una década para que se sumergiera en el tanque luego de ingerir una buena dosis de ácido. Hoy, a 64 años de la primera cámara de privación sensorial, tal como la bautizó Lilly en sus inicios, su uso difiere del que le dio su creador.
“Pero el flotario no mutó, los que mutamos fuimos nosotros”, dice Jorge Janson, quien flotó por primera vez dentro de un tanque a los 18 años. “Mutó el mundo, y entonces en esa mutación vamos resignificando lo que nos pasa ahí adentro”, asegura. Janson siempre consideró a la medicina como algo abarcativo y con el tiempo fue sumando a su profesión de médico herramientas integrales para la salud. Hace 12 años que incorporó el flotario como un complemento dentro de esta casa de Boedo, donde también funciona su consultorio, aunque aclara que jamás lo prescribe como médico.
“Si a mis pacientes les digo que tienen que sumar el flotario como parte de algún tratamiento, no lo van a hacer, van a poner excusas –dice–. Al flotario tenés que llegar por tu propia iniciativa”. El tiempo dentro del flotario suele ser poco más de una hora. Se requieren varios minutos para que el cuerpo y la mente logren ingresar en una especie de letargo casi soporífero.
Para Janson, solo en ese estado de calma suprema, nuestro organismo recibe cuantiosos beneficios: “La fisiología cambia radicalmente. Al dejar de estar en estado de alerta o alarma, bajan las hormonas del estrés, como el cortisol o la adrenalina. Además, cuando el cerebro no necesita mantener el cuerpo erguido y en equilibrio, se empieza a disponer de esa energía para otras cosas”. Janson aclara que la experiencia del flotario es para casi todas las personas.
Hay pocas excepciones, donde no es posible o conveniente. Dado que la profundidad del agua es de apenas 30 cm, uno tiene que ser capaz de agacharse hasta el nivel del suelo y volver a levantarse por sus propios medios. “En caso
de que hubiesen heridas en la piel tampoco es posible –agrega–. Las personas con epilepsia no controlada deberían consultar con sus médicos. Y la claustrofobia es una dificultad relativa, porque es posible usar el flotario abierto”.
Pese a estar desvinculado de sus orígenes psicodélicos, para Janson el flotario es un viaje en sí mismo: “Estando adentro, uno toma una relación muy directa con la conciencia: está ahí, la estás mirando todo el tiempo, porque es lo que queda presente. Una vez que se borra el sonido, la vista, la gravedad, solo te queda la conciencia”.
Conciencia líquida
Transcurrieron algunos pocos minutos y la tensión que experimento en mi cuello no disminuye, sino que parece ir en aumento. Me empieza a ganar una sensación de sofoco, que se acentúa aún más cuando de manera esporádica abro los ojos y vuelvo a toparme con esa negrura infinita.
La respiración no logra aquietar los pensamientos que se suceden de manera caótica y a una velocidad increíble. Uno de ellos me juega una muy mala pasada y empiezo a sentir que estoy encerrado dentro de un sarcófago.
¿Y si se corta la oxigenación? ¿Y si no puedo destrabar la puerta de entrada? Me incorporo de manera súbita hasta quedar sentado y comienzo a tantear las paredes del flotario para dar con la puerta.
Tendría que estar a mis pies, pero el movimiento tenue que hizo mi cuerpo mientras flotaba dentro del tanque me quitó mi punto de referencia. Golpeo con un dejo de desesperación las paredes, hasta que finalmente la pequeña puerta se abre con facilidad, dejando entrar un halo de luz reconfortante.
Vuelvo a respirar con calma y por segunda vez cierro la puerta que me aísla por completo de cualquier estímulo exterior. Me recuesto y busco aferrarme con todas mis fuerzas a la respiración. “No existe nada más”, repito para mí a modo de mantra.
En algún momento, la sensación de estar flotando comienza a hacerse vívida y la tensión en mi cuello desaparece. La relajación me induce a una especie de somnolencia activa. Como si dormitara, pero con un registro lúcido de la experiencia.
Pese a tener perfectamente claro las dimensiones de la cabina, no puedo evitar sentir que mi cuerpo se mece, como si estuviera yendo a algún lugar. Luego, percibo que no es mi cuerpo, sino “algo” que ahora está acá, conmigo o dentro de mí, y flota también.
Las características de este estado pueden variar enormemente en calidad y complejidad. Rápidamente, cuando el estado de conciencia comienza a cambiar, el tiempo se distorsiona, así como la percepción del espacio
Es extraño, pero el contacto con el agua ya no es el mismo, no la siento en la piel. Ahora soy algo que se mueve y flota en este líquido. Ya no parece haber cuerpo. Solo apenas, una mancha en el agua.
“No cabe duda de que la conciencia cambia su estado desde el primer momento. Las características de este estado pueden variar enormemente en calidad y complejidad. Rápidamente, cuando el estado de conciencia comienza a cambiar, el tiempo se distorsiona, así como la percepción del espacio. Esta primera distorsión es el puntapié inicial que abre el espacio interior”, dice Janson.
Uno de los efectos más citados del tanque es que se ralentizan las oscilaciones electromagnéticas que emite el cerebro y se logra alcanzar (no siempre) el estado de ondas theta. Una vibración de onda cerebral a las que solo se llega cuando estamos a punto de quedarnos dormidos o en estados de meditación profunda.
“La posibilidad de la aparición de ondas cerebrales lentas de forma consciente es algo que todo flotanauta espera y desea, y que llega cuando llega”, explica.
Luego de 10 años de experimentar con el tanque de privación sensorial, Lilly consideró que era hora de hacerlo bajo los efectos del LSD. En 1964 tuvo su primer viaje de ácido en el tanque. Nunca más sería la misma persona. “Fue cuando aprendí que el miedo puede impulsarte en un cohete hacia lugares lejanos», escribió.
Luego de 10 años de experimentar con el tanque de privación sensorial, su creador consideró que era hora de hacerlo bajo los efectos del LSD. «Ese primer viaje fue una propulsión hacia dominios y realidades que ni siquiera podía contar cuando volví», escribió John Lilly.
«Ese primer viaje fue una propulsión hacia dominios y realidades que ni siquiera podía contar cuando volví. Pero sabía que me había expandido mucho más allá de lo que había experimentado antes, y cuando fui atrapado de nuevo en el marco humano, lloré”.
Pero no sería el LSD la sustancia que Lilly incorporaría de manera frecuente para sus viajes dentro del flotario, sino la ketamina, a la llamaba “Vitamina K”.
Las descripciones que hacía de sus travesías psíquicas cuando emergía del tanque eran por demás perturbadoras: “Viajé por mi cerebro, observando las neuronas y sus actividades… Me moví a dimensiones cada vez más pequeñas, hasta los niveles cuánticos, y observé el juego de los átomos en sus propios vastos universos, sus amplios espacios vacíos y las fuerzas fantásticas involucradas en cada uno de los núcleos distantes con sus nubes orbitales de campo de fuerza”.
Fue en uno de esos viajes donde Lilly aseguró haber hecho contacto con emisarios de una civilización extraterrestre. Según él, estos seres le revelaron que existía un Centro de Control de Coincidencia Cósmica y muy por debajo de este, se encontraba la Oficina de Control de Coincidencia de la Tierra.
Estos seres pertenecían a esta última estructura y habrían contactado a Lilly para transmitirle una serie de conocimientos que él, a su vez, debería transmitir a sus pares en la Tierra.
Los relatos extravagantes de Lilly no impidieron que personalidades del mundo de la ciencia y de la cultura buscaran replicar la experiencia en el flotario con alguna sustancia incluida. Timothy Leary, psiconauta por excelencia y adalid de la contracultura de los 60, eligió incorporar el tanque de flotación cuando en sus últimos días de vida el cáncer de próstata comenzó a acorralarlo.
El premio Nobel de física y amigo de Lilly, Richard Feynman, utilizó en varias oportunidades el tanque luego de haber ingerido ketamina. Según el propio Feynman, estando dentro del tanque de flotación, las alucinaciones comenzaban a sucederse en menos de 15 minutos.
“Existieron unas coordenadas históricas que hicieron posible ese tipo de experimentación –explica Janson, en relación al uso de sustancias psicodélicas en los tanques de privación sensorial–. Hoy en día no es necesario que sea así. Creo que esto permite una experiencia más natural y directa. Uno mismo con el agua. Simple y suficiente”.
Flotantes de otro reino
La sensación de disolverse en el agua dura segundos, los pensamientos vuelven a irrumpir en cascada, respiro de manera discontinua y esa sensación de volatilidad se esfuma instantáneamente. Se me ocurre mover los dedos y me sorprendo de que mis manos aún estén ahí.
La respiración vuelve a hacerse pareja, profunda, sin sobresaltos. Mi cuerpo otra vez parece deshacerse en un estado de ingravidez. El efecto más claro que percibo es que por momentos siento que soy levantado hasta quedar en posición vertical y, por otros, me parece estar girando de manera tenue, sostenido nada más que por la fuerza de este vacío.
El sopor es cada vez más intenso y sé que pronto me voy a quedar dormido. Creo haber abierto los ojos
y durante una fracción de segundos veo correr hacia mí a mi sobrina Maite, de 2 años, riendo a carcajadas. La veo tan feliz que no puedo evitar reír con ella. El sonido de mi risa me aturde como una campana, se confunde con golpes que me llegan desde lejos, trayéndome de vuelta de un viaje larguísimo.
“Me quedé dormido”, pienso. Intuyo que los golpes son los que hizo el doctor afuera de la cabina, para avisarme que puedo salir. Muevo mis manos y luego mis pies, y descubro que el contacto con el agua dejó de ser extraño. Como si algo se hubiera vuelto a depositar en mí, reconstituyéndome en esto que soy, en este cuerpo y en esta conciencia de ser yo.
“Un ser humano es un bio robot con un bio ordenador: el cerebro. Pero nosotros no somos ese cerebro ni tampoco ese cuerpo. Albergamos una esencia animada, y bajo la influencia del ácido, de la anestesia, o en coma, observamos que dicha esencia no se relaciona en absoluto con la actividad cerebral. La actividad cerebral puede ser nula y nosotros estar conscientes, en algún otro reino”, escribió John Lilly, que en septiembre del 2001 a los 86 años, emprendería su viaje final.
El tanque de flotación que Lilly convirtió poco menos que en una nave espacial para realizar temerarios viajes psíquicos, devino en un artefacto que proporciona relax y esparcimiento a personas colapsadas por el estrés. Lo que en un principio se llamó “cámara de privación sensorial”, hoy es conocido simplemente como “flotario”.
La experiencia de anular todos los sentidos puede sonar un tanto extrema, por lo que en la actualidad en varios países se ofrecen flotarios abiertos, con luces de colores a elección y música incluida.
Desde que incorporó el flotario, Jorge Janson vio pasar a mucha gente que hizo la experiencia. Las búsquedas de la mayoría, asegura, no guardan ningún ribete psicodélico.
“Casi todos están en la búsqueda de poder hacer una pausa. Y eso corresponde a la necesidad de estas coordenadas históricas que vivimos hoy. El gran problema es que no podemos encontrar cómo hacer una pausa significativa en nuestras vidas”.
Sin embargo, aunque más no sea que la gente se acerque sin otro propósito que flotar por una hora, para Janson, esa pausa permitida tiene un gran significado: “Ese pequeño acto de parar tiene mucho sentido, porque te reorienta. Desde ese lado, el flotario sigue siendo un espejo donde poder mirarse”. Un acto mínimo tal vez, pero que, como anhelaba Lilly, contribuiría a reprogramar en un nivel más consciente esta computadora orgánica que somos.
Un anhelo que el creador del tanque de privación sensorial resumió en estas palabras: “Si cada uno puede experimentar al menos los niveles más bajos de satori, hay esperanza de que no volaremos el planeta ni eliminaremos la vida como la conocemos”.