El calor se pega a la piel y el sol hunde sus rayos en el cemento, calentando hasta la pisada. El clima es denso, húmedo, constante. El aire huele a ajo frito, a lemongrass, a un fondo oscuro de pescado que sube desde los puestos callejeros como una exhalación de la ciudad. Bangkok es un enjambre que zumba: motos que se cuelan entre taxis rosas y tuk-tuks iluminados con luces de neón, marañas de cables enredados como venas colgando sobre las calles.
En Khao San Road, mochileros con su piel blanquísima ardida por el sol toman cerveza Chang directo del pico buscando refrescarse. Algunos negocian con vendedores que ofrecen escorpiones fritos, tatuajes temporales, camisas de lino o excursiones a templos. Más allá, el Chao Phraya arrastra su agua espesa y marrón, el río que cruza la ciudad rodeado de templos dorados que reflejan el sol como espejos viejos. La ciudad es un golpe de calor, un perfume agridulce, un vértigo que no deja de moverse.
A más de 22.000 kilómetros de Argentina, Tailandia parece otra cosa. Sin embargo, bajo sus diferencias más evidentes —idioma, escritura, costumbres— asoman huellas compartidas: las heridas coloniales, las desigualdades económicas, los gestos de supervivencia. El idioma es una barrera concreta: la pronunciación es otra, el alfabeto, otro, incluso el sentido de lectura camina al revés. Las palabras cotidianas deben leerse en el traductor cada día. Sawasdee se usa para saludar y se escribe สวัสดี, Kop Khun que significa muchas gracias y se escribe ขอบคุณ .
La marihuana ya no se esconde; se exhibe como novedad, como atracción, como promesa de una experiencia distinta. No hay que buscarla: está.
Bangkok es la capital de un país cinco veces más chico que Argentina, pero con un 55% más de población. La densidad se siente en el tránsito, en los mercados, en las veredas colapsadas por puestos puestos de comida, souvenires y manjares. los locales de masajes se multiplican por cuadra. Desde las vidrieras se dejan ver sillones reclinables, pies en alto, manos que presionan. El olor a mentol impregna la piel. Mujeres vestidas con uniformes prolijos se paran en las puertas de los locales. Invitan con gestos suaves, sonríen. Sonríen siempre. Por algo lo llaman el país de las sonrisas.
A unas cuadras de los templos budistas donde los turistas se arrodillan para pedir suerte y prosperidad, hay calles enteras diseñadas para satisfacer deseos de otro tipo. No hay carteles que digan “prostitución”, pero tampoco hace falta. En los bares se negocia con la misma naturalidad con la que se elige un plato de pad thai. La legalidad es difusa, pero la práctica es clara.
En una esquina, un cartel verde en neón resplandece con el dibujo de una hoja de marihuana. Debajo, la palabra “Weed”. Podría parecer una trampa para turistas, una provocación, un gesto irónico. Pero no lo es. En Bangkok, los dispensarios de cannabis forman parte del paisaje urbano con la misma naturalidad que los templos o los puestos de jugos de mango.

En junio de 2022, Tailandia se convirtió en el primer país del sudeste asiático en despenalizar el cannabis. Hasta entonces, su posesión podía castigarse con hasta 15 años de prisión y el tráfico de drogas incluso con la pena de muerte. El giro fue abrupto, y en poco tiempo se multiplicaron los locales en cada rincón turístico.
Del activismo a los dispensarios
Desde que llegó la legalización, el negocio creció sin pausa. Se venden flores, aceites, comestibles, infusiones. Hay menúes impresos, promociones por horario, delivery en moto. Grandes locales o carritos improvisados en la vía pública. La marihuana ya no se esconde; se exhibe como novedad, como atracción, como promesa de una experiencia distinta. No hay que buscarla: está. Florece en cada esquina, decorada con luces LED, música chill, e incluso mesas de pool.
El uso de cannabis es legal para cualquier persona mayor de 20 años (que no estén embarazadas ni en período de lactancia), sin necesidad de recetas, ni tarjetas, ni autorizaciones especiales. Todo aquel que entre a un dispensario puede elegir entre decenas de variedades y salir con su flor en el bolsillo. Eso sí, no se puede fumar en la vía pública.
La legalización fue un logro de las organizaciones y de los cuerpos puestos en riesgo. Pero el mercado corrió más rápido. Las tiendas se multiplicaron antes de que existieran normativas claras. Hoy, la legalización convive con vacíos legales, regulaciones laxas y una euforia comercial que transforma al cannabis en souvenir.
Para entender cómo impactó esta legalización en la vida cotidiana, en los negocios locales y en la percepción social, hay que escuchar las voces de quienes cargaron esas banderas cuando el estigma y la prohibición amenazaban con la exclusión y la cárcel. Sus relatos dan cuenta de un proceso reciente, aún en construcción, que oscila entre la despenalización progresiva y la explotación económica de la planta que.
Encontrar fuentes en un país cuya lengua es ajena y cuyas redes sociales se mueven en otra lógica algorítmica es una tarea que exige paciencia. El oficio periodístico ofrece sus atajos: un par de horas, una lista de perfiles públicos, algunas palabras clave, y la certeza de que, si alguien habla desde los márgenes, probablemente lo hará también desde las redes.
Así fue como surgieron los nombres de Kitty Chopaka y Rattapon Sanrak: activistas cannábicos, dueños de tiendas en Bangkok, involucrados desde el inicio en la lucha por la legalización.
La legalización fue un logro de las organizaciones y de los cuerpos puestos en riesgo. Pero el mercado corrió más rápido. Las tiendas se multiplicaron antes de que existieran normativas claras. Hoy, la legalización convive con vacíos legales, regulaciones laxas y una euforia comercial que transforma al cannabis en souvenir.
Kitty tiene cerca de los 40 años, mirada aguda, pelo corto y una energía que contagia. Fundó su propia tienda e incursiona con la producción de diferentes productos. Habla con claridad, como quien ha tenido que explicar lo mismo muchas veces. «Soy usuaria de cannabis. Así que, si quiero seguir usándolo sin ir a la cárcel y al mismo tiempo criar a mis hijos, debo hacerlo legal», dice.
Para ella, la batalla fue personal, pero también colectiva: «Para que yo logre lo que quiero, todos pueden beneficiarse al 100%. No me rindo, esa palabra no existe en mi vocabulario».
La entrevista transcurre en inglés. Hay risas, coincidencias. El colonialismo y el capitalismo aparecen como telón de fondo inevitable. Kitty lo dice sin rodeos: “El cannabis está siguiendo el mismo camino que el café o el cacao. Es un modelo que nunca quise ver replicado: se cultiva en un lugar, se lleva a otro para ser lavado y procesado, y luego se vende en un tercer destino. Eso parece ser lo que buscan. Y siempre es el Norte —el Norte europeo— el que impone las reglas”.

Kitty forma parte de una red de cultivadores y activistas que buscan un modelo de legalización que no expulse a las primeras personas que lucharon por ella. Denuncia la concentración de licencias, el ingreso de capitales extranjeros y la invisibilización de los pequeños productores locales. “El riesgo es que el cannabis se convierta en otro símbolo de consumo para turistas y clases altas, mientras la gente que antes era criminalizada queda fuera del negocio”. Un cartel que sintetiza su lucha cuelga en su local: “support your local”.
Bird es un joven productor tailandés que abrió su local de venta de cannabis hace casi dos años, en Krabi, una de las playas más turísticas de la costa del mar de Andamán. Se fue a estudiar a Bangkok y luego de la legalización regresó a la localidad de Ao Nang porque vio la posibilidad de desarrollar su propio negocio. “Detrás de las leyes siempre hay algún interés económico, cuando lo que debería importar es el bienestar de la gente”. Su mirada es simple, pero certera. Advierte que cualquier producción que se masifique a gran escala puede ser perjudicial para el ecosistema. En su voz resuena una preocupación común entre quienes vienen del cultivo y no del capital.
“El riesgo es que el cannabis se convierta en otro símbolo de consumo para turistas y clases altas, mientras la gente que antes era criminalizada queda fuera del negocio” cuenta Kitty Chopaka, activista y dueña de un comercio de cannabis legal.
“En lugar de aprovechar un enfoque inclusivo que beneficie a las comunidades donde se cultiva el cannabis, se impulsa un modelo que encarece los procesos, excluyendo a quienes realmente conocen la planta y han trabajado con ella por generaciones. Es una forma de perpetuar desigualdades en un sector que debería estar transformando vidas y economías locales. Quiero demostrar que podemos operar a pequeña escala y, aun así, cumplir con las mismas reglas y estándares, o incluso mejores, que las grandes empresas. Esto es lo que somos, esto es lo que amamos y lo que hacemos”, insiste Kitty desde el centro del país.

«No estoy segura de qué va a pasar con todo esto. Parece que cada tres meses vuelve la amenaza de que lo van a volver a ilegalizar», dice Kitty Chopaka, mientras acomoda algunos frascos con cogollos en los estantes de su tienda. Aunque por ahora las puertas siguen abiertas, sabe que el margen se achica. “Hay una oportunidad de que se mantenga legal, pero con regulaciones tan estrictas que un lugar como este no podría seguir existiendo”.
Para ella, el futuro del cannabis no está en los negocios sino en el conocimiento. Insiste en que la mayoría de les consumidores no tiene información sobre cepas, dosajes o métodos de consumo. “No terminan de entender lo que quieren”.
“El impacto económico en la vida de las personas ha sido significativo, pero ahora se siente como si la tendencia ya hubiera pasado. En tan solo tres o cuatro meses, el auge inicial explotó como una burbuja”.
Para Kitty el cannabis no es un producto capitalista. Lo explica así: “Cuanto más lo usás, menos necesitás. Hay una cantidad establecida que consumís, a diferencia del alcohol, que te impulsa a seguir bebiendo. El cannabis no es así; no te empuja a más y más”.
El riesgo de un modelo excluyente
Rattapon Sanrak habla pausado, como quien aprendió a nombrar el dolor sin apurarse. Creció en una familia conservadora y vivió de cerca el deterioro físico que produce el cáncer. Las pérdidas lo marcaron, pero también lo empujaron a hacerse preguntas.
En 2009 viajó a California para estudiar. No sabía que el cannabis ya estaba legalizado para uso medicinal, ni que esa planta terminaría cambiando su forma de ver el mundo. Las migrañas se volvieron insoportables y los medicamentos tradicionales mostraban más los efectos secundarios que el alivio esperado.
Al principio, dice Rattapon Sarak, se trataba de divulgar información. Pero con el tiempo, el cannabis se volvió un asunto político.
Un médico le sugirió probar con terapias alternativas. El cannabis funcionó. Lo ayudó a dormir, a calmar el dolor, a pensar con claridad. En California conoció cultivadores que trabajaban con pacientes oncológicos y pudo ver cómo la planta mejoraba sus vidas. Dormían mejor, podían volver a comer, se reían. La experiencia lo transformó. Años después, cuando su madre fue diagnosticada con cáncer en Tailandia, intentó ofrecerle cannabis para aliviarle el sufrimiento. Pero el estigma pesó más. Tras su muerte, decidió contar su historia. Así empezó se transformó en activista por la despenalización del cannabis.
“Empecé compartiendo información en redes sociales en 2014 y, poco a poco, la gente comenzó a interesarse”, cuenta Rattapon, sentado en el segundo piso de Highland Café, una cafetería cannabica legal en Lad Prao que nació como comunidad en Facebook y se transformó en un punto de encuentro en una de las zonas más transitadas de Bangkok. Al principio, dice, se trataba de divulgar información. Pero con el tiempo, el cannabis se volvió un asunto político.
Nuestra cultura nunca estuvo demasiado lejos del cannabis. Fue mi generación, y la de mis padres, la que creció bajo el estigma de la guerra contra las drogas”. afirma Ratapon Sarak, activista y comerciante.
Recorre el camino que llevaron adelante desde el activismo hasta la legalización. Los partidos políticos, cuando vieron la oportunidad, se subieron a la ola. Uno de ellos hizo campaña con la promesa de despenalizar el cannabis y logró un resultado inesperado: quedó entre los primeros tres en las elecciones. Su líder fue nombrado Ministro de Salud y, en 2022, Tailandia se convirtió en el primer país del sudeste asiático en despenalizar la planta.
Pero como casi siempre pasa, no fue el Estado quien encendió la mecha. “Si bien Tailandia es un país conservador, nuestra cultura nunca estuvo demasiado lejos del cannabis. Hace siglos se usaba en recetas médicas y culinarias. La generación de mis abuelos no lo veía como algo negativo. Fue mi generación, y la de mis padres, la que creció bajo el estigma de la guerra contra las drogas”.
Rattapon coincide con Kitty en que el cannabis se convirtió en una herramienta de disputa. “Desde la legalización, el tema ha sido usado como un arma entre partidos políticos. La administración pasada no logró aprobar una ley específica para regularlo. Se despenalizó, sí, pero seguimos sin un marco legal claro que defina cómo se produce, se vende o se usa”.

Esa falta de regulación fue, en un principio, una oportunidad: habilitó que pequeños productores entraran al negocio, que cualquiera pudiera cultivar en su casa o abrir un local con una licencia básica. “Eso democratizó el acceso —explica—. Muy distinto a lo que pasa con la industria del alcohol, que está completamente dominada por grandes empresas”.
Pero también llegaron los problemas. La sobreoferta colapsó los precios. A eso se suma la competencia con productos importados desde Estados Unidos o Canadá, donde el cultivo industrializado reduce los costos y empuja hacia abajo los precios del mercado local.
Y mientras tanto, el riesgo de retroceso no deja de rondar. Algunos partidos ya amenazan con volver a incluir el cannabis en la lista de sustancias prohibidas. “Pasa porque no hay una ley específica. Hoy todo se regula con normativas generales para hierbas medicinales, que son insuficientes”.
Para Rattapon Sanrak, el futuro de la planta depende de que se despejen esas ambigüedades. “El cannabis puede convertirse en una industria enorme y beneficiar a muchísimas personas. Pero necesita reglas claras. Sobre todo, para que el acceso siga siendo equitativo y no termine, otra vez, en manos de las grandes corporaciones”.
Tailandia, liberada de la dicotomía entre lo «recreativo» y lo «medicinal», puede inspirarse en su pasado milenario para avanzar hacia el futuro. La medicina budista, que considera que toda enfermedad surge del estrés y de decisiones incorrectas, ofrece un buen punto de partida para una política pública centrada en el bienestar y no en el castigo.
Cannabis en Tailandia: entre avances y amenazas de retrocesos
Tailandia y Argentina parecen estar en extremos opuestos del mapa y del proceso. Mientras en el sudeste asiático el cannabis fue despenalizado sin una ley específica, en Argentina se avanzó primero en la letra: hay una ley para el uso medicinal desde 2017, se creó un registro de usuarios y en 2022 se aprobó el marco regulatorio para la producción industrial. Pero esa legalidad, tan ordenada en el papel, avanza a paso lento sobre el terreno.
En los últimos años, a pesar de los avances legales, la persecución a quienes cultivan y usan cannabis se volvió moneda corriente. Personas que cultivan para sí mismas o para otras volvieron a ser detenidas, judicializadas, perseguidas. En Tailandia, en cambio, el vacío legal abrió espacio para que cualquiera pudiera plantar o vender cannabis, aunque ahora ese mismo vacío amenaza con volverse en contra.
Una legalización sin regulación puede ser una trampa, pero también puede ser una puerta. Una ley sin implementación efectiva puede ser apenas un gesto. Las dos experiencias tienen sus paradojas. Lo que las une —lo que une a quienes defienden el cannabis desde la salud, desde la autonomía, desde el derecho a decidir sobre el propio cuerpo— es la urgencia por disputar sentidos y políticas frente al avance de un modelo de mercado que, si no se enfrenta, se lo queda todo.
Como dijo Kitty, el cannabis no es un producto capitalista: cuanto más lo usás, menos necesitás. Como dijo Rattapon, la historia no empezó con los partidos ni con las leyes. Empezó con el dolor, con la pregunta, con las ganas de cambiar algo. Y sigue.