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Guía para leer “Mundo interior, Mundo exterior” de Albert Hofmann

Como generoso regalo de sabiduría, al entrar en la década 80 de una vida que pasaría la centuria, el químico suizo Albert Hofmann (1905-2008) publicó “Mundo interior. Mundo exterior: Pensamientos y perspectivas del descubridor de la LSD”. 

Y es que, así como terminó abriéndole al mundo las puertas de la percepción al sintetizar la dietilamida de ácido lisérgico del hongo cornezuelo del centeno en 1938, en un breve conjunto de ensayos de 1986 ofreció una poderosa gema conceptual, para comprender y lograr sentir la realidad última de todas las cosas. 

Antesala necesaria

Empleado con ya casi una década en los laboratorios Sandoz, en Suiza, Hofmann retomaba a fines de los 30 una zona de investigación del jefe de su equipo, el bioquímico Arthur Stoll, que en 1918 había sintetizado del cornezuelo la “ergotamina”, un alcaloide que logró presencia en la industria farmacéutica, por sus efectos aliviadores de migraña. Y por sus efectos estimulantes de contracciones en el útero, que lo había hecho ingresar en la obstetricia. La LSD-25 nació precisamente de estas nuevas síntesis para crear medicamentos, pero no avanzó como proyecto a desarrollar sino hasta después de 1943, cuando Hofmann probó accidentalmente en su organismo los inesperados efectos enteógenos de su criatura sintética. 

Así informaba a Stoll lo que le había acontecido al purificar y cristalizar la dietilamida del ácido lisérgico: “Tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban sin cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso, caleidoscópico”. 

Albert Hofmann en un campo de amapolas. (@François Lagarde)

Hofmann compartió este informe, hoy una pieza trascendental dentro de la historia de la expansión psicodélica de la conciencia, en su libro de 1979 “LSD: Cómo descubrí el ácido y qué pasó después en el mundo”. Allí da cuenta de toda la serie, también inesperada, de efectos que tuvo su descubrimiento: de la apertura de un campo de investigación y terapia dentro de la psiquiatría al explosivo impacto sociocultural masivo que tuvo a finales de los años 60.  

Al final del libro asegura que lo que más lo había impresionado de sus experimentos con LSD es que lo llevaron a “nuevos conocimientos” y “distintas realidades”, donde lo más importante fue, precisamente, el reconocimiento de que lo que suele llamarse realidad “de ningún modo es algo fijo, sino algo de múltiple significación”. 

“No existe una realidad, sino varias; cada una de ellas encierra una distinta conciencia del yo”, agregó. E indicó que el gran aporte de estas vivencias experimentales era que aportaban conclusiones existenciales a las que se llegaba de manera emocional. 

En ese sentido, vale regresar al prólogo del libro, donde postula la existencia universal de acontecimientos que suelen ser menospreciados y hasta silenciados, “porque no caben en la realidad cotidiana y se sustraen a una explicación racional”. Se refiere allí a “procesos de nuestro interior” que se catalogan como “meras ilusiones”, antes de desplazarse de la memoria. En esas vivencias, justamente, la familiaridad del mundo “sufre una súbita transformación” que hace ver todo “bajo una luz diferente” que aporta “un significado especial”. 

Eso le aconteció en su infancia, en un paseo por un bosque reverdecido, cuando tuvo repentinamente una percepción impactante: “El paisaje resplandecía con una belleza que llegaba al alma de un modo muy particular, elocuente, como si quisiera incluirme en su hermosura. Me atravesó una indescriptible sensación de felicidad, pertenencia y dichosa seguridad”. 

Y aunque esa percepción embriagadora fue diluyéndose, tuvo tal fuerza transformadora, que sintió que aportó preguntas sobre lo real que determinaron su mirada global sobre la existencia y la especificidad de su vocación: “En la mitad de mi vida se dio una conexión entre mi actividad profesional y la observación visionaria de mi niñez. Quería obtener una comprensión de la estructura y la naturaleza de la materia; por eso estudié química. Dado que ya desde mi niñez me había sentido estrechamente vinculado al mundo de las plantas, elegí como campo de actividad la investigación de las sustancias contenidas en las plantas medicinales”. 

Finalmente, fue allí donde terminaría topándose con las sustancias psicoactivas, “que en determinadas condiciones pueden provocar estados visionarios parecidos a las experiencias espontáneas” que vivió como niño. El químico fue descubriendo, progresivamente, que esos estados “totalizadores”, que guardan en sí un “conocimiento visionario de una realidad más profunda y abarcadora que la que corresponde a nuestra conciencia racional cotidiana”, han sido procurados tanto por exploradores místicos como por aventureros psiquiatras que veían en ellos una herramienta de cura. 

Esa virtud integradora fue en sí la que Hofmann sintió que podía aportar la sanación a “la crisis espiritual en todos los ámbitos de vida de nuestro mundo industrial occidental”, para dejar atrás un materialismo reinante que impedía  que el ser humano reconozca la unidad que forma con “la naturaleza viva y toda la creación”. 

Mundo interior, mundo exterior: lo objetivo y lo subjetivo a prueba

“Estos ensayos contienen juicios sobre la esencia de nuestra realidad cotidiana que han nacido de mis propias experiencias vitales”, confiesa Hofmann en “Mundo interior. Mundo exterior”. Y tal vez en el hecho de que haya elegido el adjetivo “cotidiana” para hablar de la “realidad” a la cual creía conveniente expandir haya una clave para entender el espíritu total del libro. Porque implica que la cotidianeidad misma lleva en sí la gota de éxtasis a amplificar, para percibir desde mecanismos que trajeran sosiego individual y colectivo a toda angustia existencial. 

“El botánico puede describir una flor hasta el último detalle de su forma y de su color y puede compararla con otras flores; el fisiólogo celular puede investigar el mecanismo de la fecundación, de la división celular y de la constitución de los órganos de esa flor y puede exponerlo claramente. Sin embargo, seguirá siendo un enigma por qué una flor es como es, de dónde proceden su estructura y las leyes por las que ésta se hace realidad. El niño ve la flor tal como es, en su totalidad, y así ve lo esencial, es decir, la maravilla”, escribe Hofmann, antes de expresar desde cierta virtud zen paradojal: “Comparado con esto, lo que la investigación científica aporta adicionalmente es de escasa importancia. Sin embargo, en ningún caso carece de importancia”. 

En ese juego de evidencias y develaciones es donde el libro encuentra su gracia y sentido. Porque hermana ciencia y misticismo, de una manera filosófico poética que incluso lleva a pensar en que no hay reales fronteras entre estas formas de examinar y sentir la vida. Desde ese tránsito atento es que asevera y a la vez se pregunta: “Podría ocurrir que el valor y la importancia de las ciencias naturales no resida principalmente en que ellas nos proporcionan la técnica y, a través de ésta, el confort y el bienestar material, sino que su auténtico significado evolutivo consista en el ensanchamiento de la conciencia humana de la maravilla de la creación”.

Metáforas estructurales

“Es un hecho notable que la más pequeña unidad estructurada de materia inerte, el átomo, y la más pequeña unidad estructurada de los organismos vivos, la célula, presenten el mismo plan organizativo. Ambos constan de envoltura y de núcleo. El núcleo representa en ambos, en los átomos y en las células, el componente más esencial. En el núcleo del átomo se concentran las propiedades características de la materia, masa y peso, y el núcleo de la célula contiene en sus cromosomas los elementos fundamentales de la vida, el código genético, los factores de la herencia”, sentencia el químico. 

Y expone pronto una metáfora que brota de su matriz cultural religiosa cristiana, para contraponerse a un pensamiento tecno científico occidental que disecciona los elementos constitutivos de lo real pero no da cuenta de un plan trascendente en la constitución de lo vivo. “Como ejemplo del origen de una forma altamente organizada puede aducirse la construcción de una catedral”, dice el científico. Y continúa: “Supongamos que en algún sitio estuviera todo el material de construcción para levantar una catedral, incluso las instalaciones técnicas y la energía necesaria. Sin la idea de un arquitecto, sin sus planes y sin su dirección no surgiría jamás una catedral”

Hablando ya de la naturaleza, dice Hofmann: “En este lugar surge la pregunta de si cabe atribuir la formación de la célula primordial a una casualidad en la que coincidieron moléculas en gran número y conformaron la estructura altamente organizada de la célula, o si la célula surgió respondiendo a un plan”. Y su respuesta es clara: “Parece evidente —y justamente aquí comienza la fe— que la célula primordial en su aparición obedecía un plan”. “Un plan encarna una idea y una idea es espíritu”, completa el químico en estado orgulloso de asombro. 

Junto a su esposa de toda la vida Anita bajo un retrato familiar regalado por una artista local de Basilea, Suiza.

“Desde el átomo a la célula viva, hasta las innumerables formas de organismos vivos del reino vegetal y animal, las flores y los hombres, desde los planetas hasta los soles, hasta las galaxias, cada una de estas formas creadas representa la realización de una idea”, prosigue Hofmann, antes de concluir: “Plantear la pregunta acerca del origen de todas estas ideas, acerca del espíritu-creador que ha producido e impregna todas estas formas, significa plantear la pregunta acerca del origen de todo el ser”.

Mundo interior, mundo exterior: la herencia divina

Como un puente hacia lo plenamente humano, el texto aporta otro escalón conceptual: “El origen de todo proceso creativo es una idea. Nuestra capacidad de tener nuevas ideas, es decir, de ser creativos, es el don que compartimos con el creador de la idea primera de todas, de la idea de la que nació el mundo. Este don es nuestra herencia divina”.

Si aún podían parecer especulativas y racionales esta serie de descripciones, el libro da cuenta de una necesidad de encarnarlas a través de una actitud que las vuelva cercanas y potentes: “Sólo cuando la verdad va acompañada de una experiencia existencial, emocional, se vuelve suficientemente fuerte como para poder influir y transformar nuestra visión del mundo. La confirmación emocional de una verdad se alcanza a través de la meditación”. 

En ese sentido, propugna “la abolición de la barrera sujeto/objeto”, como uno de los fines de percibir la insuficiencia de este tipo de dualismos en los que enmarcamos la percepción habitual de lo real. El estado espiritual al que se busca llegar entonces es la “conciencia cósmica”, que establece como estado análogo de lo que la tradición cristiana denomina “unio mystica”. 

Meditación, yoga, técnicas respiratorias drogas enteógenas o una especie de “gracia espontánea” pueden ser vías de contacto con esa “experiencia visionaria de profunda realidad”, que Hofmann propugnaba como alejada de cualquier “ilusión de los sentidos”. Y que presentaba, más bien como “la revelación de otro aspecto de la realidad”. Es en los momentos de apertura “a toda la anchura de banda de percepción” cuando nos volvemos “conscientes, simultáneamente, de un universo exterior e interior infinitamente más amplio”, donde “la frontera erigida por nuestro intelecto entre el yo y el mundo exterior se disuelve, y el espacio interior y el exterior se funden entre sí”. De ese modo, “la infinitud del espacio exterior se experimenta también en el espacio interior”. 

Como las experiencias visionarias intensas tienen cierta limitación temporal y generan estados que no permiten un despliegue total de ciertas actividades cotidianas necesarias para la propia supervivencia, la meditación también puede ubicarnos en una perspectiva que ubica en una justa perspectiva a estos estados de “conciencia cósmica”. El objetivo de esa meditación, indicaba Hofmann, consiste en “lograr una idea más profunda de la interrelación de mundo interior y exterior, del espacio interior subjetivo y del espacio exterior objetivo, descubriendo así la existencia de la realidad transpersonal que abarca a emisor y receptor, a sujeto y objeto, a creador y creación, lo cual nos puede llenar de confianza, de amor, de fuerza y de sosiego”.

Seguridad fundamental

“Todos los estados de felicidad tienen como base la seguridad en el sentido más amplio de este concepto”, establecía con firmeza Hofmann. Y aseguraba que “la fuerza protectora de una concepción del mundo” tenía su base en la manera en que se concibe la relación con la naturaleza. Desde ese eje es que decía que “las dificultades y los problemas aparentemente insolubles” de su época, ya a finales del siglo XX, en cuanto a lo espiritual, lo social, lo económico y lo ecológico podían atribuirse a una causa “común y última”, la relación humana con la naturaleza, donde se nos ubica como separados de su matriz. 

Al cumplir 100 años, la comunidad de Basilea homenajeó a su vecino más ilustre con un banco en un parque.

“Si bien las investigaciones de la física y la química, posibilitaron la penetración en el macrocosmos y en el microcosmos de nuestro mundo,  generando saberes tecnico científicos sobre los que se ha basado el crecimiento industrial”, para el autor, era preciso desechar el vínculo de fe que se construyó sobre esta concepción materialista. Para que todo el conocimiento de las leyes naturales dejen de ser “instrucciones y medios para el saqueo de la naturaleza” y se conviertan en “revelaciones del plan metafísico de construcción de la creación” que ponen a la luz “la unidad de todo lo viviente en una causa primordial común y espiritual”.

Epílogo esencial

“Leer este libro puede producir la impresión de hallarse ante un texto que ha sido escrito por un niño dotado de la sabiduría de un reflexivo anciano, pero es al revés: ha sido redactado por un hombre ya muy maduro pero que ha sabido mantener en su interior el espíritu fresco, vivo y curioso de un niño”, escribe en el prólogo del libro el antropólogo español Josep María Fericgla, para quien Hofmann, a quien conoció en persona, daba la impresión de ser “alguien que ni ha renunciado a lo maravilloso y trascendente de la vida humana, ni tampoco a lo racional”. 

Desde esa integración, Fericgla recuerda haber escuchado al químico hablar en público sobre la moda de viajes a Oriente desatada por la fiebre lisérgica de los 60. Y es fácil imaginar la presencia viva de su mirada infantil, de sencilla y concretísima espiritualidad, que se le reveló en aquella vivencia de éxtasis en los bosques suizos, cuando expresó: “Nunca he sido capaz de entender a esta gente. Lo que he obtenido de la LSD lo llevo dentro de mí y permaneciendo en mi entorno cotidiano. Ver las flores de mi jardín es contemplar toda la maravilla mística de la existencia, de la creación. No es necesario ir a la India para verlo”.